domingo, 27 de noviembre de 2011

LO ABIERTO Y LO CERRADO EN ALGUNAS NOVELAS VENEZOLANAS...


Enrique Bernardo Núñez había escrito Cubagua en 1929. Dos décadas más tarde, publica La ciudad de los techos rojos, un libro testimonial donde describe cómo el presente petrolero está aniquilando tres siglos de historia caraqueña. Trescientos años reducidos a escombros en medio de una voracidad urbanística que, brutalmente, arrasaba la vieja ciudad, el país anterior. El siglo XVIII, dice Núñez en uno de los artículos del libro, es “un mendigo sentado a la puerta de una de esas casas vetustas"; un ser harapiento que parecía desagradar a todos. Hace algunos años escribí sobre este tema[1]: “Nuestro país se incorporó tarde al siglo XX: consecuencia de ese retraso fue el afán de los venezolanos por ser modernos y serlo pronto, por mostrar a los cuatro vientos los signos de su modernidad; renuncia, también, a todo lo que fuese antiguo, a cuanto oliese a vejestorio deudo del pasado. Rápidamente, desaparecieron viejísimas casonas emparentadas al principio de nuestro itinerario nacional. Desaparecieron iglesias y conventos, plazas y calles. Con brusquedad, se borraban siglos de tiempo y de memoria: Venezuela compraba con petróleo su irracional transformación.La irrupción del petróleo trajo la imagen de una  Venezuela que recuerdan las fotografías de ese entonces: urbanizaciones con vago aspecto de repetidos campos petroleros, casas de habitaciones con aire acondicionado, recortados jardines, grandes automóviles de líneas semi redondeadas estacionados ante la puerta de amplios garajes. Nuevos diseños, diferentes espacios. Nada debió contradecir más esas presurosas aspiraciones de modernidad que la estampa de viejos caserones de macizas  paredes y numerosas  habitaciones rodeando un patio central. No eran chic esas casonas. Lo chic era vivir en las nuevas urbanizaciones, habitar la casas nuevas, sentarse sobre los muebles nuevos. Las viejas familias se deshicieron de sus propiedades familiares, vendiéndolas a los emprendedores urbanistas. Un necesario y eventual comprador que hubiese podido interesarse en conservarlas -el Estado- no apareció por ningún lado. Al resplandor del status y al anhelo del progreso se sacrificaron demasiadas cosas: belleza, tradición, autenticidad, cultura: costosísimo impuesto.”

A pesar de la ligereza con que los venezolanos parecían estar viviendo los dramáticos cambios que se producían en el país, en medio de la manera abrupta e irresponsable como todo se estaba transformando, se  generalizó una visión: la del petróleo como “maldición”. No por el petróleo en sí, sino por la forma como se percibía que se desaprovechaba su riqueza. La celebérrima frase de Arturo Uslar Pietri: “Hay que sembrar el petróleo”, terminó por convertirse en el código que ilustraría la manera en que la fiesta petrolera fue percibida. Para 1954, las más visibles transformaciones introducidas por la dictadura perezjimenista: amplias concesiones a las grandes compañías transnacionales del petróleo, realización de grandiosas y muy llamativas obras públicas, no lograban ocultar la realidad de un país profundamente distorsionado: de un lado, la Venezuela de la aparatosa grandilocuencia de las metamorfosis caraqueñas; del otro, una provincia, en general, tan atrasada como lo había estado siempre. Casas muertas, escoge la representación de ese país que permanece aún en el olvido y la miseria. La nación del bullicio petrolero está ausente de sus páginas. Más de veinte años atrás, la novela Cubagua había revelado el encierro en que vivía Venezuela. Casas muertas muestra que, en muchos sentidos, el encierro aún perdura; que siguen existiendo todavía muchas ruinas en el país.

En 1958 Salvador Garmendia publica su novela Los pequeños seres. En ella califica a los habitantes de la ciudad de “pequeños” y describe los espacios citadinos como interminable pequeñez y deterioro. La ciudad de Garmendia es la ciudad reducida y desagradable: la de las pensiones de “aire pobre” y “olor agrio de paredes húmedas”; la de los limitadísimos apartamentos en los que “podía verse ... tantas cosas mustias, apocadas, vilmente envejecidas en sus rincones ... cuartos sofocantes”. La moderna ciudad de Garmendia es, a fin de cuentas, también espacio de encierro; clausura convertida, ahora, en sordidez y distorsión, desecho y desarmonía. Un espacio encerrado del que, como sucedía con el moribundo Ortiz o con la abandonada Cubagua, también provoca escapar. Pero la huida es imposible. La ciudad encierra a sus habitantes y los condena a ser “figuras de desánimo que arrojan su vacío y abandono”. Que los condena, sobre todo, a la mediocridad y al fracaso.

Como un emblema, como una consecuencia central o como un único resultado imaginable, el fracaso es el corolario y, a la vez, el telón de fondo de ese mundo donde actúan los personajes de la última novela de Meneses, La misa de Arlequín. Fracaso en medio de los lugares miserables, mediocridad y autodestrucción reflejadas sobre espacios de “mala muerte”: pequeños bares, pensiones y hoteles baratos: “Llamo hotel a esta casa donde me dejan un cuarto pequeño y sucio”.

Mucho más recientemente, Viejo, la última novela de Adriano González León, presenta a los espacios urbanos como invasoras desarmonías que inundan el pequeño cuarto donde permanece el protagonista: un anciano que fantasea y recuerda; testigo de tiempos idos cuyas verbalizaciones, autocompasivas letanías, llegan hasta nosotros, lectores, a través de su voz, tan opaca y reducida como el lugar que lo enclaustra: “Yo pongo aquí estas palabras para hacerme el loco y no entender, no querer entender que la miseria y la tristeza se están metiendo por las puertas, se están metiendo por las rendijas.” 

También podría relacionarse el encierro de las alusiones novelescas con el encierro como estructura presente en algunas novelas. La misa de Arlequín, por ejemplo, es, toda ella, construida como un espacio encerrado. Igual que en el juego de la muñeca rusa, donde una figura encierra a otra más pequeña que repite exactamente a la anterior, y así sucesivamente hasta llegar a la última de las figuras: una mínima reiteración de la primera, la estructura de La misa de Arlequín es una suma de fragmentos repetidos y reflejados en otros fragmentos... Y, al final, todo termina por revelar sólo vacío.

Abrapalabra, por su parte, es una contradictoria espacialidad de desmesuras empequeñecidas y de totalidades minimizadas. Es, sobre todo, una paradójica espacialidad de desorientadoras clausuras. “El mundo se crea y se acaba en cada instante”, leemos en una de sus páginas. O sea: cada nueva palabra puede comenzar el mundo o terminarlo. Todo fragmento narrativo puede ser una alusión posible de la totalidad universal. Y Abrapalabra pareciera proponerse reconstruir esa totalidad desde la incesante proliferación de todos los retazos y fragmentos imaginables. Uno de sus personajes comenta: “Mi diversión favorita en las calles que es desincronizarlas, cortarlas en lonjas de hace unos minutos o dentro de unos minutos produciéndose así el despedace...” Abrapalabra funciona, precisamente, como un “despedace” interminable: destazamiento de muchas cosas, colosal suma de discontinuidades y deshilvanada hilvanación de itinerarios sin fin.

Abrapalabra pareciera querer nombrarlo todo desde una voz concebida como conjuro mágico, aleph en el que todo principia y todo termina, signo a partir del cual percibir todas las cosas y todos los conocimientos. Su título mismo alude a esa visión de la palabra como objeto mágico o voz clave. Abrapalabra: abracadabra: talismán o filacteria capaz de conducirnos hacia los más hondos significados de la realidad. Pero desde la lectura de sus primeras páginas, resulta claro que eso no será posible, que las piezas del gigantesco rompecabezas novelesco no alcanzarán a unirse debidamente, que un esclarecedor sentido final para ese mundo inmenso y dispar construido a lo largo de más de seiscientas páginas, acaso resulte por completo inaccesible. Imagen de la palabra, pues, como trampa, encerrona o escamoteo; construcción inacabada o travesía interminable hacia el enigma que aguarda al final del camino.

Si escribir una novela implica construir un mundo según sistemas de leyes precisos, Abrapalabra escoge construir el suyo a partir de una ley esencial: el desorden. Es su opción: edificar el caos desde el caos, hacerse incoherencia que nombra lo incoherente. Como se dice en una de sus páginas: “El hombre sacudió el sello de las cadenas de palabras que llamamos ideas/ Y el mundo perdió su forma y su sentido/ El hombre sacudió la cadena de ideas que llamamos memoria/ Y los torrentes de la sensación inundaron la mente sin prestar servidumbre a la experiencia que hubiera podido encauzarlos/ El hombre sacudió la cadena de memorias que llamamos cultura/ Y perdieron su ser las civilizaciones...” Palabra e imagen, imagen e idea, idea y memoria, memoria y cultura: encadenamientos de secuencias expresivas y de realidades naturalmente complementarias que en Abrapalabra parecieran hacerse sólo verbalidad de la dispersión, de la irradiación confusa o del desparramo interminable.

Britto García ha declarado que “en un mundo sin Dios no hay voz única, sino silencio o tumulto ... No hay palabra inocente.” No hay inocencia en las palabras porque todas apelan a una opción, porque todo decir es escogencia. Murmullos o vociferaciones, balbuceos o gritos son, todos, modos expresivos de un nombrar, significativas entonaciones. Abrapalabra escoge hacerse entonación de lo inverosímil, de lo inacabado, de lo confuso, de lo irreductible, de lo desconcertantemente abrumador. Estéticamente, la forma que mejor podría definirla sería la de un laberinto. Todo en el laberinto resulta paradójico. En él lo ilimitado es evocado desde lo limitado y lo inabarcable es perceptible desde el encierro. En Abrapalabra la forma laberíntica es una consecuencia de ese propósito novelesco por aludir a lo total desde lo parcial y por revelar lo perenne a partir de lo momentáneo. El resultado final es la absoluta desorientación: el lector se pierde por entre esa gigantesca acumulación verbal encerrada en muchísimos retazos de expresivas fragmentaciones.

Desconcertante o no, el laberinto es recorrible y debe ser recorrido. Hacerlo será como armar un rompecabezas: crear sentido allí donde sólo existían el vacío y la dispersión. Pero si, en el caso del rompecabezas, cada una de las piezas es una parte de la solución, una insinuación de la respuesta final; en el laberinto, cada paso emprendido puede arrojarnos más profundamente en la confusión. Recorrerlo será igual que tratar de armar un rompecabezas absurdo cuyas piezas hubiesen sido diseñadas para no reunirse. Abrapalabra es como el laberinto o el rompecabezas irresoluble. No hay desentrañamiento final en sus páginas: sólo testimonios, revelación de muchísimas imposibilidades.

Pero la imagen del laberinto podría ofrecer, también, otra opción: la del aprendizaje. Llegar hasta el centro del laberinto y, desde allí, lograr descubrir su salida, sugiere una sabiduría extraída de ese recorrido que nos permitió escapar a lo inextricable. Laberinto, en suma, como reto a vencer, como vivencia que nos ofrece profundos conocimientos, quizá principalmente acerca de nosotros mismos. Y ésa es otra posibilidad que ofrece también Abrapalabra: ser construcción que nos permite, por entre todas sus confusiones, percibir imágenes, intuir entonaciones, avizorar respuestas. Por entre la incongruencia y el caos, vislumbramos en la novela comprensiones, razones, verdades. Entrevemos en ella, fugaces, los destellos de muchos significados. En suma: aprendemos de sus páginas de la misma manera en que podemos aprender del sentido de nuestros pasos recorriendo el laberinto y extrayéndonos lentamente de él.



[1] Ver: “Símbolos, tiempo y memoria nacional”, en: La mirada, la palabra, Caracas, Academia Nacional de la Historia, col. El libro menor, 1994