miércoles, 7 de diciembre de 2011

BOLÍVAR , VENEZUELA Y LA MUJER DE LOT


     Se cuenta en la Biblia que el castigo de la mujer de Lot fue permanecer para siempre convertida en una estatua de sal. Fue su penitencia a un pecado: mirar atrás. Mirar atrás puede sugerir varias cosas: fijación obsesiva sobre lo que ya ha transcurrido, negarse a avanzar hacia adelante: hacia el futuro, el porvenir. Un bloque de sal ‑cosa inerte, muerta‑  encarna la desvitalización del recuerdo; de alguna manera: la petrificación de la mirada. La pasividad de la memoria transforma la evocación en culto; cosifica un tiempo que deja de ser recuerdo para convertirse en sola referencia. Obsesión. Idea única.

     Una de las cosas que primero llamaría la atención a cualquiera que por vez primera llegase a Venezuela sería la presencia constante, recurrente y obsesivamente repetida de la figura de Bolívar. Su imagen aparece, inagotable, por todos lados: en la moneda nacional; en los retratos de todas las oficinas públicas, de todos los ministerios, de todos los liceos; en las innumerables esculturas que nos contemplan desde las "plazas Bolívar" repartidas a lo largo y ancho del país. Frases de Bolívar se citan en todo momento. Las dicen los políticos. Las repiten los intelectuales. Las declaman los locutores de radio y de televisión. Las muestran las vallas publicitarias. Las proclaman, convertidas en graffitti, paredes de pueblos y ciudades. El recuerdo del héroe, las alusiones a sus obras y a su pensamiento, aparecen, vociferantemente presentes, en todos los lugares, en todas las circunstancias.

     Cualquier típica biografía del Libertador para uso escolar, distingue, al igual que las de las vidas de santos o de humanizadas deidades, dos etapas: una privada, de abundantes testimonios apócrifos que se revisten de leyenda  ‑el golpe de la pelota del joven Simón al sombrero del futuro Fernando VII, por ejemplo‑; la otra pública, mucho más conocida, permanente fuente de inspiración, ejemplo para todo y para todos. La sacralización del Libertador se acompaña de un catecismo bolivariano: fundamental breviario de donde se extraen moralejas y enseñanzas, ejemplos y consejas. Sobre este catecismo ha terminado por articularse una especie de conciencia nacional, de moral de uso público.

     Un culto bolivariano supone la presencia de una moral bolivariana: ética que gira alrededor de todo cuanto provenga del Libertador. Bolívar es el gran político, el máximo estadista, el sublime legislador, el inigualable militar, el incomparable educador. Cualquier virtud imaginable se asocia a su figura. El culto bolivariano ha convertido a Bolívar en figura sobrenatural, venida a nuestro país casi a "sufrir por nosotros", a "darnos la libertad", a "redimirnos". Nuestra ruidosa historia oficial nos recuerda constantemente que todos sus bienes los perdió en esa empresa. Recuerda, también, cómo la muerte del Libertador llegó en medio de la ingratitud de los hombres de su tiempo. De hecho a los venezolanos se nos enseña desde la escuela a expiar una especie de culpa adánica: la de haber negado a Bolívar. Seguir a Páez dándole la espalda al Libertador es nuestro pecado original de nación. Fuimos una especie de pueblo elegido que conoció el inmenso privilegio de tener un Mesías que naciese en él y, sin embargo, lo negamos; no supimos estar a la altura de semejante privilegio. La imagen de un Bolívar empobrecido y enfermo que abandona el país para siempre, que muere solo en Santa Marta, en la casa de un español, atendido por un médico francés, lejos de Caracas, lejos de Venezuela, lejos de todos, acompaña en simbólico signo de culpabilidad y deshonor el origen republicano de Venezuela: allí pareció comenzar el errático destino nacional: ése fue el principio de nuestra incapacidad como país, de nuestra impotencia de patria.

     En situaciones difíciles para pueblos y culturas, la sublimación del pasado puede ser algo tan motivante como el compartir metas e ideales comunes. Se trata de galvanizar voluntades sobre la admiración de un pasado enaltecedor. En Venezuela otorga dividendos utilizar a Bolívar. El Libertador da respetabilidad a quien lo usa. Es patriótico citar sus máximas. Es ejemplar y es cívico afirmarse como su incondicional devoto. Gobierno tras gobierno, caudillo tras caudillo, nuestro tiempo histórico republicano reeditaba, multiplicaba, añadía y aumentaba el estereotipo de un Bolívar semidivino. Cada autócrata utilizó, en su beneficio, la leyenda del grande hombre y le añadió a ella su propia cercanía. Guzmán Blanco se hizo llamar el Regenerador. Editó un medallón de dos caras, cada una de las cuales contenía un perfil: uno ‑claro, está‑  el suyo propio; el otro, el de Bolívar. Cipriano Castro fue el Restaurador que decía inspirar de Bolívar su exaltado patriotismo contra las potencias europeas que, prepotentes, venían a cobrar por la fuerza viejas deudas. Gómez fue el Rehabilitador y se dice que sus áulicos alteraron en un día la fecha de su muerte para hacerla coincidir con la del Libertador: el 17 de diciembre. Hace algunos años, al morir Rómulo Betancourt, se lo llamó Padre de la Democracia e, inmediatamente, se lo equiparó con Bolívar ‑el Padre de la Patria‑  (lo que, dicho sea de paso, expresivamente señala hasta qué punto los venezolanos siempre pareciéramos estar buscando un padre sobre el que cimentar hitos de patriótica grandilocuencia: nuestras referencias dignificantes  comienzan siempre con la identificación de un padre). Definitivamente el ser comparado con Bolívar es, ha sido siempre y continuará siendo, la máxima ofrenda, el atributo sublime, para cualquier hombre público venezolano. 

     Otras características del culto al Libertador se relacionan con esa peculiaridad de nuestra tradición cultural que nos lleva a la hipervalorizar los hechos de guerra. Nuestras veneraciones históricas recaen mucho más a menudo sobre el hombre de  armas que sobre el hombre de letras. Historia la nuestra de hombres y hechos; historia de gestos, o mejor, historia que venera los gestos de algunos hombres. Los venezolanos, hemos terminado por hacer con Bolívar aquello que preconizaba Carlyle en relación a los héroes: convertirlos en máxima referencia, en ideal, en aspiración suprema. La admiración hacia el ejemplo de sus grandes hombres es para todo pueblo mucho más importante  ‑decía Carlyle‑  que cualquier ideología. En el caso venezolano, mucho más que la Constitución Nacional, nuestra referencia colectiva final es Bolívar. "Hombres ideales" o "Héroes" llamó Carlyle a quienes lograban encarnar los más altos ideales de una nación o una cultura. Según Carlyle no existía constitución ni legislación que pudiesen competir con la eficacia patriótica de estos "hombres ideales". En la premisa de Carlyle: "Hallad en un país cualquiera  el hombre capaz que pueda existir allí; elevadle a la dignidad suprema, y lealmente reverenciadle: ya tenéis un gobierno perfecto para ese país" pareciéramos los venezolanos haber inspirado la mayor parte de nuestro itinerario político nacional. De allí la causa de que el personalismo haya sido su rasgo más característico.