jueves, 1 de diciembre de 2011

IRMA, LA FOTOGRAFÍA Y LA ESCRITURA...


Hablar de fotografía significa para mí evocar un paréntesis muy personal de mi vida, cuando la afición fotográfica llegó a convertirse en una auténtica obsesión. Era el año 1977. Había finalizado mi carrera universitaria y obtenido una beca para realizar estudios de postgrado en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. E iba, con Irma, mi mujer, a vivir allí por dos años. Una de las primeras cosas que hice al llegar fue comprar una cámara que se convertiría en instrumento inseparable. París comenzó por ser el destino de muchísimas fotos que durante los fines de semana, y siempre acompañado de Irma, testimoniarían pasos y paseos. Creía, sentía, que la fotografía había llegado a mi vida para siempre. Recuerdo muy bien el momento en que me dirigía a recoger las fotos ya reveladas, y la maravillada sorpresa que significaba contemplar aquellas imágenes que me trasladaban al momento en que había disparado el obturador, como una especie reencuentro con una nueva y más clara verdad de él.

En mis fotografías, tomadas también a lo largo de los numerosos viajes que hicimos en esos años mi mujer y yo, encarnaba una imperiosa necesidad por dejar constancia de miradas, descubrimientos y asombros que nos pertenecían tanto a ella como a mí. Descubrir el mundo junto a alguien; esto es: lo que vemos, compartirlo con cierta persona particular, hacer de nuestros descubrimientos proximidad al lado de ese ser que se hace compañía necesaria, otredad que nos sostiene y que llega a ser parte de nuestro rumbo y de nuestro destino. Y aceptamos que sin esa persona seríamos sólo la mitad de algo, apenas un trazo de un ausente todo.

Una vez que terminó la experiencia de París terminó mi pasión por la fotografía tan abruptamente como había llegado. De mis aventuras fotográficas sobrevivieron varios álbumes que recogían la memoria de todo un tiempo convertido en imagen. Ya de nuevo en Caracas llegarían los hijos, y, junto a ellos, la fotografía mantuvo aún por algún tiempo su carácter testimonial: recoger la existencia de esos niños que, de día en día, crecían y cambiaban. Fue el último momento en que la fotografía tuvo un significado. Daría luego paso a una escritura que iba ocupando, con creciente fuerza irresistible, todos los espacios.

¿Por qué se desvaneció tan abruptamente mi pasión por la fotografía? Me lo he preguntado muchas veces. Con los años creo haber dado con la respuesta: tomar fotografías suele significar proponernos captar algún determinado fragmento de lo exterior a través de una imagen precisa, mientras que escribir supone traducir el mundo y traducirnos dentro del mundo en medio del orden de nuestras voces.

Escritura y fotografía: ésta obliga al contacto rápido, a la inmediata comunicación con ese momentáneo afuera que velozmente se disipa. La escritura, por el contrario, me obliga a permanecer en mí, rodeado o protegido por una superficie de palabras. Si la fotografía es el arte de Cronos, la expresión de una fugaz contundencia de cierto momento; la escritura, es el arte de Kairos: forma del tiempo irreal de una conciencia reagrupándose alrededor de esas voces que buscan un sentido.

Por cierto que así como Irma en su momento tuvo muchísimo que ver con mi pasión por la fotografía, también habría de estar muy cercana a mis descubrimientos de una escritura que iba, poco a poco, haciéndose territorio mío, cobijante morada. Compañera hacedora de siempre acogedores espacios, una vez más Irma hizo posible para mí la creación de un lugar en el que apartarme de una exterioridad que, con mucha facilidad, se convertía en intemperie: ajena versión de cuanto es azariento y desvanecedor.