martes, 10 de abril de 2012

EN UN TRABAJO QUE LEÍ HACE ALGUNOS AÑOS...


     En un trabajo que leí hace algunos años, se señalaba al bufón de las cortes medievales y renacentistas como uno de los antepasados de los modernos seres de palabras. El bufón de la corte era un profesional de la irreverencia capaz de hacer reír a costa de lo instituido y aceptado por todos. Nadie estaba a salvo de sus burlas. Su poder era su inteligencia y su agudeza. El bufón debía poseer “gracia”: maestría en el dominio de su ingenio. Al bufón se le podía personar todo, todo menos no ser ni ocurrente ni divertido. Se le exigía habilidad en el juego intelectual, maestría en la pirueta verbal. Alguna vez he comentado que, en nuestros días, pudiera existir otra acepción posible para la imagen del bufón vinculada al ser de palabras. En el bufón encarnaría, por ejemplo, el escritor demasiado plegado a las exigencias y a las normas del mercado. La vieja agudeza del bufón se proyectaría en la habilidad del escritor para saber decir eso que se precisa decir, para escribir eso que se sabe necesario escribir. El bufón sería el escritor que hace de su palabra fuego fatuo; del intelecto, divertimento; y de la idea y la imagen, risa y diversión. El bufón se identificaría al ser de palabras que distrae y cobra por hacerlo. Esencialmente, el bufón no es libre. Puede ser rico y famoso, pero no es libre. Es un creador sin independencia, una secuela más del moderno culto al dinero. Su palabra estaría, sobre todo, vinculada a las leyes y a los principios del mercado.