lunes, 29 de octubre de 2012

EN SU PROPÓSITO,,,


En su propósito por comprender y organizar sus comprensiones, Montaigne me luce cercano a otro autor también francés: Paul Valéry. En 1894, cuando apenas contaba con veintitrés años, Valéry escribió un curioso ensayo: Introducción al método de Leonardo da Vinci. En él postulaba una versión muy personal de un Leonardo capaz de diseñar un orden universal con el cual sustraerse al caos de la realidad. Lo llamativo era la forma como Valéry convertía a Leonardo en emblema de su propia necesidad de entender el mundo. “No encontré –dice- nada mejor que atribuir al infortunado Leonardo mis propias inquietudes, trasladando el desorden de mi espíritu a la complejidad del suyo. Le infligí todos mis deseos a título de posesiones. Le presté muchas dificultades que me obsesionaban en aquel tiempo, como si él las hubiera encontrado y superado. Cambié mis apuros por su supuesta habilidad. Me atreví a considerarme con su nombre, y a utilizar mi persona. Era falso, pero estaba lleno de vida”.
El propio Valéry pareció aplicar en su vida ese método que había asociado con Leonardo. Entre 1894 y 1945, durante más de cuarenta años, escribió doscientos sesenta y un cuadernos que sumaron un total de veintiséis mil páginas. Escribía todos los días, entre las cuatro y las seis de la mañana, sobre cualquier tema. Ideal de la escritura como orden y, sobre todo, como unidad construida por palabras que son o aspiran a ser coherencia, sentido, suma, norma... Junto a la organización de las voces, regular los interminables instantes que van construyendo nuestro tiempo humano, acaso como una manera de rescatarse el poeta de la confusión y alcanzar cierta armonía dentro y fuera de él. Acaso un ideal; en todo caso, admirable ideal y admirable compromiso del creador.
     Alguna vez se refirió Valéry a las razones que lo llevaban a escribir. La primera: procurarse placer y alegría; la segunda, alcanzar con su acto un personal conocimiento de lo nombrado. Alguien comentó que en Valéry el académico se alimentaba del poeta; acaso la más bella y exacta de las maneras de definir esos seres de palabras que, de un lado, escriben eso que la razón les dicta, y, por el otro, dibujan con sus voces imágenes surgidas de sus vivencias, fantasías, convicciones y sentimientos.