jueves, 22 de noviembre de 2012

ALGUNA VEZ...


Alguna vez declaró Goethe que la escritura era un “abuso de la palabra”. Y mucho antes que él, los antiguos griegos distinguieron en la escritura un pálido sucedáneo de la voz oral. Pitágoras sostenía que los libros eran ataduras que mataban el espíritu, mientras que la voz humana era su alimento vivificador; para Platón, la escritura era un insuficiente reflejo de la voz que ella suplantaba, siempre inferior a ésta, incapaz de responder, como sí podía hacerlo un hablante, a las interrogantes que directamente se le formulasen. Para los griegos, para Goethe, para tantos y tantos otros, la verbalidad era colocada muy por encima de una escritura percibida como deformante o entorpecedora de la necesaria fluidez en el diálogo entre los hombres. En realidad, acaso pudiera ser más bien lo contrario: que la escritura corrigiese cierto riesgo siempre presente en la palabra hablada: su rapidez amenazada de improvisación, la fugacidad de sus contigencias, la evanescencia de sus frecuentes titubeos, su fragilidad deudora de tantos circunstancialismos. Por supuesto que también la escritura puede debilitar las palabras: rutinizándolas, frivolizándolas, banalizándolas; pero, quizá a causa de la búsqueda estética que ella precisa, a causa de su mayor conciencia de perdurabilidad y trascendencia, el riesgo sea menor o más conjurable.