sábado, 26 de enero de 2013

EL MUNDO: A VECES...


El mundo: a veces, cercano, muy cercano; otras, lejano, lejanísimo. En ocasiones, familiarmente comprensible; otras,  indescifrable, amenazador incluso. Me desconcierta. Me abruma. Lo vivo: aceptándolo o padeciéndolo, rehuyéndolo o enfrentándolo. Acompaño su armonía o confronto su rigor desde ese lugar que es mi conciencia: más que un sitio, una paulatina e interminable construcción. Desde ella elaboro diseños de mi entorno y de mí mismo apoyándome en mi perspectiva. Item perspectiva: voz latina que significaba “mirar a través”: noción relacionada con la natural abstracción de la mirada; pero, sobre todo, con la manera que cada quien tiene de ver las cosas: desde eso que es y ha sido su propia historia.
 Nuestra historia personal: dentro de ella acaso la contradicción sea uno de sus signos más frecuentes. A lo largo de los días somos muchos: diferentes y semejantes. Somos permanencia y cambio, tan genuinas son nuestras evoluciones como ciertas inalterables esencias que nunca nos abandonan. Nuestra existencia está marcada, a la vez, por lo impredecible y lo rutinario, por lo coherente y lo confuso. Rara vez totalmente seguros de nosotros, no dejamos de buscar asideros en los cuales apoyarnos, razones a las que apostar. Toda noción de apuesta apela a la de juego; en este caso, al juego de vivir, donde, al igual que en cualquier otro, existen reglas, normas que nos vamos imponiendo nosotros mismos, resultados que se nos van revelando poco a poco o repentinamente; y existirá en él, acaso, una conclusión que se terminará imponiendo a cualquier otra: la de poder llegar a dar a nuestros itinerarios el más importante de los significados: la aprobación.
Vivir, dijo el poeta Cesare Pavese, es un oficio. Y es necesario dar forma a ese oficio; por ejemplo, proponiéndonos vivir de acuerdo a ciertos proyectos. Escribir tal vez sea una forma de entender mejor esos proyectos, dándoles un sentido muy próximo a nuestra voluntad, a nuestra sensibilidad, a nuestra imaginación. Montaigne, por su parte, habló de una sabiduría humana adquirida y expresada, según él, “desde el repliegue”. ¿Qué es el repliegue? Acaso una emblemática forma del conocimiento humano moderno, un saber que resuena, como contundente eco, en esta otra afirmación de Montaigne: “El mundo mira siempre al frente; yo repliego mi vista en el interior, yo la planto, yo la ocupo allá. Cada cual mira al frente; yo miro dentro de mí...” Así, pues, la sabiduría del repliegue sería ese discernimiento individual que busca entenderse en un saber de introspecciones. Al mirar el ser humano dentro de sí mismo, las razones, sus razones: confusas, complejas, contradictorias, cambiantes, pasan a depender de muchas cosas: estados de ánimo, actitudes, circunstancias... Miradas asociadas, en fin, a un siempre subjetivo cosmos interior de percepciones íntimas y asociadas a diversas realidades particulares.
Una aceptada definición de eso que llamamos paranoia es la de querer acogernos, a la hora de entendernos con el mundo, a un sistema personal de interpretaciones. El paranoico toma la realidad y la introduce en el diseño de sus miradas, deformándola en beneficio de su propia manera de mirar, sentir y entender. Cabría concluirse que todos los seres humanos tenemos algo de paranoicos; o mejor, que sin cierta dosis de paranoia, la existencia sería absolutamente insoportable. Por cierto, existe en Montaigne la idea de que en toda peculiaridad individual -¿en toda particular paranoia?- encarna la condición humana. Algo parecido dijo Schopenhauer: el destino de la humanidad concierne a cada quien y el de cada quien concierne a la humanidad.  O, quizá dicho de otro modo: los seres humanos acaso nos parezcamos más de lo que solemos creer, y, en el fondo, deseamos cosas parecidas, tenemos ilusiones semejantes, nos defendemos de similares demonios.
Recuerdo una frase de Simone de Beauvoir: “Declarar que la existencia es absurda es negar que se le pueda dar sentido alguna vez; decir que es ambigua es afirmar que su significado nunca es el mismo, que constantemente ha de ser adquirido.” Ante una existencia ambigua o percibida como ambigua, oponemos nuestra autonomía hecha de propósitos, discernimientos, convicciones, principios; pero sobre todo, de una voluntad de relacionarnos con la realidad favoreciendo un significado para nuestros recorridos al interior de esa aventura que es vivir.
La era moderna contempló el paulatino debilitamiento y desaparición de los viejos dioses. Una ausencia que dejó a los hombres más a solas consigo mismos, forzados a descubrir nuevas devociones y afirmarse en otras creencias. A comienzos del siglo XIX, Claude Henri de Rouvroy, conde de Saint Simon, dijo que como ya el cristianismo había comenzado a desgastarse, y puesto que los hombres siempre necesitarían alguna forma de devoción, el arte estaba llamado a ocupar ese espacio que la religión dejaba vacío. Era una declaración de fe en el poder del arte, en el sentido ético de la creación estética; en la facultad de ésta para transmitir verdades que, individual y colectivamente, siempre será necesario a los seres humanos conocer. Era, también, el reconocimiento de que el arte nos acerca a nuestra humanidad porque él logra hacer más visibles las sensaciones, los sentimientos, las experiencias; porque abre ante cada espectador la posibilidad de descubrir significados nuevos en las cosas o imprevistas correspondencias entre éstas
Hoy, aunque la idea del arte como una religión luce una idealización algo exagerada, permanece en el imaginario colectivo la visión de la creación artística como expresión de una extrema honestidad individual y de un apasionado esfuerzo capaz de asignar un sentido a la vida misma. Persiste, también, la imagen del artista como testigo de sí; evocador, junto a su talante, de los más dignos comportamientos humanos: libertad, autonomía, compromiso, verdad, entrega… Comúnmente aceptamos que todo creador, para merecer tal nombre, precisa permanecer libre y honestamente comprometido con su labor; y que solo en la absoluta autenticidad de sus creaciones podremos, como espectadores, reconocer en ellas algunas respuestas a las interminables incertidumbres de la existencia.
A través de nuestra relación con el arte podemos proponernos legitimar esa particular temporalidad que somos; por ejemplo, en el compromiso con una escritura en la cual transmitir verdades que fuimos incorporando a nuestra propia vida; o en nuestra voluntad por describirnos o inventarnos desde algunos espacios de nuestro mundo interior; o en el afán por decir memorias y propósitos en los cuales traducir anhelos de armonía y de justificación; o en la irrefutable convicción de que sólo en cierta conquistada convicción de humildad, mesura y acuerdo con nosotros mismos lograremos sustentar una mejor comprensión de ese destino que pudiera aguardar por nosotros.
También pudiera tratarse -¿por qué no?- de legitimarnos en esos diálogos que fuimos sosteniendo con obras de arte que nos ayudaron a entender, tanto a nosotros mismos como al tiempo que nos rodea.