miércoles, 3 de julio de 2013

SOBRE LA UNIVERSIDAD… V

En el encuentro de rectores celebrado hace ya bastantes años en la Universidad Simón Bolívar, tuve oportunidad de escuchar la conferencia del Rector de la Universidad española de Alcalá de Henares. Entre sus palabras, destacó una idea particular: la de que las universidades habían perdido, históricamente, un espacio que alguna vez había sido suyo. Comentaba el Rector Gala Muñoz que, por ejemplo, su propia universidad  había conocido en el pasado una importancia y grandeza hoy, sólo concebibles en el terreno de las grandes compañías transnacionales. El espacio universitario -y era una de las tesis del Rector- no podría volver a ser eso que, alguna vez, había sido. Baste pensar lo que significaron dentro de la historia de la cultura europea nombres como el de Salamanca o la Sorbona, para comprender hasta qué punto los significados de una universidad referencia de su tiempo han ido debilitándose.
En su libro El alma matinal, el escritor peruano José Carlos Mariátegui, prolijamente describe el símbolo de la torre: metaforización -dice- de un tiempo de feudalismo y aristocrático individualismo; tiempo de "náusea del vulgo". El medioevo -recuerda Mariátegui- impuso la torre como una forma genuinamente suya, emblema de su concepción del mundo. Los griegos no usaron torres en su arquitectura ni en sus ciudades. El pueblo griego fue un pueblo de ágoras, de foros, de democracia. Los romanos descubrieron lo monumental, la mole. La torre es solitaria y aristocrática; la mole, multitudinaria y anónima. Después de la universal grandeza  del Imperio Romano, el espíritu de la Edad Media volcó sobre la torre su imaginería más frecuente. Europa toda se pobló de castillos y éstos, pétreamente, tallaron en torres su símbolo de aislamiento y  poder.
Compañeros del castillo fueron los monasterios. Centros del saber universal por varios siglos, las abadías de las más poderosas órdenes religiosas fueron, también, grandes centros de saber. Los monasterios fueron como torres: encerrados en sí, solitarios, distantes. La ciudad sucedió al castillo; la universidad, al monasterio. La ciudad era multidudinaria y universal; la universidad, elitesca y mundana. El monasterio, que por mucho tiempo, había mirado hacia el cielo, se prolongaba en una universidad que contemplaba la tierra. El destino de la universidad era el mundo, el tiempo del hombre. Ese destino constituyó su fuerza y, también, su historia. Universidades y ciudades anuncian el fin de la Edad Media. El Renacimiento -y sus signos: individualismo, liberalismo, mercantilismo- significó el inicio de la irreversible decadencia de la torre. En nuestros días, los grandes rascacielos parecieran ser una variante contemporánea de la torre medieval; en realidad, multitudinarios y fríos, ellos no se asemejan a la torre sino más bien a la mole: recuerdan la anonimia del dinero y la metaforización suprema de la esencial protagonista de nuestro mundo de hoy: la plutocracia.

Oyendo al Rector de la Universidad de Alcalá hablar de un pasado tiempo universitario de mayor fuerza y trascendencia, recordé las páginas de Mariátegui sobre la Edad Media y la torre. Evolución de un mundo y de sus formas. También la universidad ha evolucionado. Y debe seguir haciéndolo. Por muchos siglos, ella ha ocupado el importantísimo espacio de la dignidad del saber. De la universidad de ayer a la de hoy: lo que persiste es esa dignidad asociada a mérito intelectual, elitismo del conocimiento, excelencia. El culto a la productividad y al beneficio es otra cosa: él se relaciona con las poderosas transnacionales, ellas sí, protagonistas de un mundo que mide y contabiliza en exceso. Tenía razón el Rector de la Universidad de Alcalá de Henares: a lo largo del tiempo, el espacio universitario se redujo en beneficio de otros espacios. Reflexionando sobre eso, sólo se me pudo ocurrir un comentario: ¡lástima!.