viernes, 13 de mayo de 2016

LUGARES VERDADEROS III

 En el camino no importa qué tan lejos lleguemos junto a nuestros sueños, ni qué tan ciertas hayan sido las verdades que nos asistieron; lo que realmente cuenta es este corpóreo ahora construido de acuerdo a compromisos ante los cuales no existe claudicación posible. Una de las principales máximas del camino supo muy bien definirla Federico Nietzsche: “lo que no te destruye te fortalece”. Si no somos destruidos, si logramos continuar nuestra marcha fortalecidos por la superación del error o la asimilación de la derrota, lograremos continuar afirmados por una experiencia traducida en aprendizaje.
Lo que no nos destruye nos fortalece: seguir adelante porque logramos no ser destruidos, y, precisamente por ello, somos ahora más fuertes, estamos mejor preparados para acompañar la fluidez del camino.
Si por impaciencia o torpeza, nos apartásemos de esa fluidez, nuevamente estaríamos a merced de rumbos debilitantes o desvanecedores
Construir y destruir: terrible carga del caminante torpe o demasiado seguro de sí mismo.
Afortunado el caminante que en su aventura reúne con éxito arrojo y lucidez.
Para el caminante solo es estímulo la aventura convertida en certeza y voluntad de tiempo y siempre hay sentido en las verdades incorporadas a la conciencia, en toda pregunta necesaria, en todo espacio conquistado al lado del propio nombre.
Para el caminante existe siempre riesgo en la pasiva aceptación de las fronteras y en la ausencia de memoria.
Otra frase de Nietzsche: “Perdónate a ti mismo” acaso resuma otra de las esenciales metas del camino: saber perdonar nuestros errores, desde luego sin olvidarlos. Y cito este extraordinario fragmento de Humano, demasiado humano, como una de las más exactas, más válidas y certeras expresiones de la sabiduría de todo caminante: “Deja que venga la edad; entonces verás cómo has escuchado la voz de la naturaleza, de esa naturaleza que rige el universo por el placer; la misma vida que termina en la vejez termina también en la sabiduría, goce constante del espíritu en esta dulce luz de sol; ambas cosas, la vejez y la sabiduría, llegan a ti por el mismo cauce; así lo quiere la naturaleza. Entonces, deja, sin indignarte que las brumas de la muerte se acerquen. Hacia la luz, tu último movimiento; un hurra de conocimiento, tu último grito.
Un caminante será siempre lo opuesto a un transeúnte. El caminante debe saber vivir su aventura como ruta hacia un destino, otorgando un sentido a su tiempo, un significado a cada uno de sus itinerarios. El transeúnte, por el contrario, es un dilapidador de tiempo; algo que entraña el terrible riesgo de sumar desplazamientos que son solo afán de lejanía, desordenada suma de eventos y pasos y actos. Se trata de ser caminantes y nunca transeúntes; de convertirnos en caminantes que avanzan de acuerdo a sus propios aprendizajes y experiencias; de volvernos conquistadores de rutas hacia un destino propio, de abrir puertas a conclusiones predecibles; y de jamás terminar convertidos en transeúntes: seres errantes y solitarios, desorientados sumadores de estériles desplazamientos en medio de eso dos espacios de la desolación como son el laberinto y la intemperie.
Si intemperie implica la refutación a cualquier noción de centro, el opuesto absoluto a la imagen de camino es el laberinto.
La intemperie desvanece referencias y límites. En ella habitan la inseguridad, la falta de firmeza y el sinsentido. La intemperie se dibuja no solo en infinitos y desconcertantes territorios, sino también sobre mucho rostro desconocido, acontecimientos indescifrables, la reincidencia en el error y la desmemoria…
Parecido a la intemperie, el laberinto es trayectoria sin aprendizaje ni memoria. Sugiere la insignificancia de los propósitos y las visiones, la imposibilidad de cualquier aprendizaje, el irreal avance acompañando pasos inútilmente repetidos.
Laberinto e intemperie: alusiones a tiempos informes, confusos, amenazadores; versiones contrarias a cualquier noción afirmativa de lo espacial; absolutas contradicciones a cualquier noción de diseños en el camino, trazos de un tiempo sin sentido ni designio.
Paisajes creados por nosotros mismos: asideros que nos orientan hacia determinados horizontes o referencias, secuelas de nuestra manera de entender la realidad y sus opciones; moradas desde las cuales tamizar un afuera siempre impredecible; mediaciones entre el absoluto exterior y nuestra conciencia. Paisajes nuestros: diseño parcial, imaginarios que llevamos a cuestas; de algún modo, dibujos portátiles que acompañan nuestra curiosidad imposible de detener, y que nos obliga a mirar hacia delante, siempre hacia delante.
Anécdotas, circunstancias, aprendizajes, ilusiones, convicciones, revelaciones, sospechas … Todo contribuye a la creación de nuestros paisajes. Sin ellos, sería imposible el camino; en todo caso, un camino convertido en genuina construcción de tiempos y espacios nuestros.
A veces cambiantes, a veces firmes, definitivamente firmes, nuestros paisajes tienen todo que ver con nuestra manera de creer en las cosas y de valorarlas; en suma: con nuestra propia libertad. Es ella quien nos permite construirlos a partir de nuestro tiempo individual pero, también, en la proximidad a ese tiempo colectivo del cual formamos parte.

Secuelas de vivencias y convicciones, nuestros paisajes nos comprometen y aluden. Forman parte de esas verdades que fuimos haciendo nuestras y a cuyo lado permanecemos, en ocasiones, a todo lo largo de nuestra vida.