Reír es el gesto
natural que logra apartarnos –así sea por muy breves momentos- de realidades
incomprensibles o desagradables.
La risa
crece y echa a volar con fácil espontaneidad. La risa es contagiosa: reímos con
la risa de otros; también es invasora: rápidamente se extiende a todos los
espacios hasta hacerse carcajada colectiva. Puede ser eficaz recurso contra lo
grotesco o lo inadmisible; cuanto más insostenibles los argumentos, más inservibles
las comprensiones o inútiles las razones, la carcajada, la hilaridad refutan
razones, conjuran temores.
Asociamos reír
con libertad. Reímos porque somos libres de hacerlo. Reímos de lo que nos
desconcierta; eventualmente, también, de eso que muchos otros creen y somos
incapaces de compartir.
Recuerdo
dos referencias literarias en torno a la risa. La primera, la muy conocida
novela de Umberto Eco, El nombre de la
rosa. En su trama se cuenta como el padre Jorge, bibliotecario de un
monasterio medieval, asesina a todos aquéllos que tuvieron contacto con cierto
legendario manuscrito de Aristóteles que trataba sobre el tema de la risa. La
convicción del sacerdote, idéntica a la de la Iglesia de ese entonces, es que
la risa es muy peligrosa porque desmitifica y distorsiona. Introduce la
sedición y la blasfemia. Profana lo sagrado
y verdadero.
La segunda
referencia pertenece a Mikhail
Bakhtine, quien en su libro Estética
y teoría de la novela, dice admirar
a Rabelais y a Cervantes por haber recuperado un saber característico del mundo
antiguo. Reír y hacer reír fue lo que hicieron autores como Aristófanes o
Petronio. Sin embargo, la risa pareció alejarse de la Europa de la Edad Media.
Cito a Bakhtine: “Después de la caída del mundo antiguo, Europa no conoció la
magia del reír: la risa no fue jamás contaminada por el burocratismo corriente,
por el espíritu oficial necrosado. La risa permanecía fuera de la mentira
oficial. Sólo la risa logró escapar a la contaminación de la mentira”.
Espíritus
necrosados o necrosamiento del espíritu por culpa del poder, de la autoridad:
la risa puede ser un muy sano conjuro contra ellos.
Con su
escritura, el novelista checo Milan Kundera ha ejercido eso que él mismo llama
la “sabiduría de la novela”. ¿En qué consiste? El propio Kundera responde
acudiendo a un viejo proverbio judío: “El hombre piensa, Dios ríe”. La
risa de Dios supera las acciones y pensamientos de los hombres; pero, sobre
todo, supera sus consignas, sus lemas, sus ideologías.
Kundera
dice que escribir supone para él dibujar “metáforas pensantes”. También ha
dicho que nuestro mundo moderno es una trampa para el ser humano. Desde esa
convicción, ha interrogado a Kafka: ¿Qué
posibilidades tiene el hombre en un mundo kafkiano? El
mismo Kundera se responde: “Kafka no desveló tal o cual organización social,
sino una situación existencial del hombre que vive en el mundo moderno.”
Para
el ser humano solo es posible vivir en un mundo sustentado sobre ciertos valores.
La literatura -el arte- es una manera de representar esos valores que trascienden
sistemas de pensamiento, creencias y, desde luego, ideologías. Entre la
razón realmente humana y las ideologías media la infinita distancia de las
vivencias, de las emociones, de las memorias individuales. El arte es
experiencia humana convertida en imagen.
Hace años,
Imre Kertsz, escritor húngaro, galardonado con el Premio Nóbel de Literatura del
año 2002, y sobreviviente de los campos de concentración de Auschwitz y
Buchenwald, dio una conferencia que tituló “El intelectual superfluo”. En ella
estableció una radical oposición entre experiencia de vida e ideología.
Aquélla, dice, perturbará siempre al ideólogo, ese ese ser incapaz de ver las
cosas por sí mismo, imposibilitado también de reconocerse en la sensibilidad o
en la imaginación.
Mientras el
artista siente y sabe que la libertad lo es todo para él, el ideólogo tiene
miedo a la libertad. Ella lo confronta consigo mismo, le muestra demasiado
descarnada su imagen en el espejo de la vida.
Cuando
ya no pudo seguir viviendo en su país, Kundera se exiló. Le resultaba imposible
obedecer a irrefutables preceptos, claudicar ante agobiantes principios. ¿Su
respuesta? Territorializarse en su escritura, escribir aferrado a su
autenticidad y rebeldía.
Rebeldía:
sustento de una ética que asigna significados a la diferencia esencial de todo
individuo. Si éste posee la madurez suficiente para apartarse de las limitaciones
de sus caprichos y laberintos, acaso logre descubrir en su rebelión la fuerza
para construir metas que supo diseñar por sí mismo. Rebelarse en modo alguno
constituye un acto relacionado con resentimiento o nihilismo. Tiene que ver con
algo mucho más sencillo y honesto: aceptar eso que nunca podríamos dejar de
ser.
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La rebeldía
literaria de Kundera se apoya frecuentemente en la oposición entre una desmemoria
histórica de Estados y burocracias y una
memoria humana individual que ha vivido y ha descubierto verdades esenciales en
la vida. “El Estado es el olvido”, dice Kundera en su libro Los hacedores de
mapas. Frente a ese olvido, la memoria del escritor puede servirle a éste para
evocar la historia que lo envuelve; historia personal que desconfía y duda de
cultos colectivos; historia de una persona capaz de apoyarse en sí misma y
entenderse y llegar a aprobarse éticamente en medio de los vaivenes y
confusiones de su tiempo.